RESUMEN CAPITULO "LA MINA"
LA EXPLOSIÓN DE JUNIO DE 1936
El pronunciamiento militar que provocó la guerra civil en España tuvo un triste prólogo en La Mina. El sábado 20 de junio de 1936, a las siete y quince minutos de la tarde y a seiscientos metros de profundidad, en el piso dieciséis del pozo número cinco, murieron diez mineros: los hermanos Rafael y
Vicente Nieto Venegas, Antonio Cruz Fernández, Plácido González Rodríguez, Claudio Rodríguez Martínez, Antonio Hinojo Guirado, Juan Cantero Calero, Rafael Martínez Montero, José González González y Juan José López Molinero. Más dos heridos muy graves: Fructuoso López Díaz y Manuel Peña Vázquez. El causante de tanta muerte y desgracia ya lo conocen: el gas grisú que volvió a aparecer sin piedad como el asesino de otras ocasiones.
En el momento de producirse la explosión se encontraban 450 mineros en el interior de las explotaciones. Todos pudieron morir, pero esta catástrofe pudo evitarse gracias a la heroica actuación de los ingenieros George Juvenal, Manuel Rivera y Gregorio Reina que, con riesgo de su propia vida, desalojaron a los mineros del lugar y con cámaras antigas penetraron en la zona de peligro y evitaron la alta concentración del gas en cul de sac, la causa más peligrosa de explosión, según el manual de seguridad de la minería francesa. El rescate de los diez cuerpos sin vida y de los dos heridos con quemaduras de tercer grado en más del ochenta por cierto del cuerpo, presentaba gran dificultad. Grandes bolsas de grisú se habían concentrado en las galerías afectadas. Esto podría provocar una segunda explosión de dimensiones mayores. Al fin, los tres ingenieros pudieron llegar al final y lograr vías artificiales de ventilación.
Al entierro de los diez mineros, presidido por el último alcalde republicano, Miguel Egea Córdoba, asistieron diez mil personas entre los vecinos del pueblo y los compañeros de trabajo llegados desde Alcolea del Río, Tocina, Lora del Río, Cantillana y Peñaflor. Todos los periódicos de aquel tiempo se hicieron eco de la impresionante manifestación de duelo, en la que destacó la monumental ofrenda floral realizada por Antonio García López Pilongo en su taller de escultura. Era el adiós de todos los compañeros que Pilongo había realizado con cariño, como un minero más, en su papel de artista consagrado.
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Mineros
muertos en la explosión del 20 de junio de 1936.
(Foto
y montaje del diario El
liberal (26.6.1936).
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Entre las muchas informaciones sobre la explosión destacó el relato del diario El Liberal, publicado el 29 de junio de 1936. En él se entrevistaba a Rafaela Venegas, madre de los fallecidos Rafael y Vicente Nieto Venegas. En la entrevista –un clamor de madre destrozada– esta mujer se lamentaba de haber perdido tres hijos en las minas, pues el primero fue Francisco (Paquito), muerto a la edad de quince años en una explosión de grisú en 1904.
Hay un detalle que tampoco escapó a las informaciones de estos días: el gesto adusto de filas interminables de mineros que, puño en alto y cerrado, saludaban el paso de los féretros. Esta actitud anticipaba una disposición de ánimo que, unos días después, sería determinante en el curso de la guerra civil en nuestro pueblo. Además de esta lucha contra el grisú, en la que siempre pierden los mineros, ahora llegaba la otra batalla de dos bandos políticos enfrentados por un odio que también ha ido concentrándose con la misma capacidad de destrucción que el gas metano o de los pantanos. De ahí que los horrores de la guerra civil en La Mina superen en crueldad a otros pueblos. Ni siquiera había terminado el rito del teñido de las prendas en negro después de las diez muertes… (De los periódicos)
En mi pueblo, después de cada explosión, aquellos cubos de cinc hirviendo por patios y azoteas eran todo una ceremonia. Ellos contenían las pastillas del tinte de la marca Iberia y la ropa de color que se convertiría en el hábito negro de todos los miembros de la familia para
guardar el luto. Eran lutos de larga duración y reclusión obligada para los allegados más cercanos de los mineros muertos: padres, esposas, hijos, hermanos…Todos eran condenados durante años a no pisar el cine o una fiesta; a no frecuentar los bares y sobre todo los bailes, los fabulosos bailes de La Mina que eran media vida para jóvenes y mayores, con aquella exaltación del bolero, el mejor quitapenas, a cargo de la orquesta de Félix Fuentes.
Como si ya no tuvieran suficiente desgracia con la pérdida del ser querido, esta paradoja de los interminables lutos ausentaban de la vida a las familias de los mineros muertos, sin permitirles la frecuentación de estas distracciones para aliviar el dolor de tanta desgracia. Los hombres incluso lucían en la manga izquierda de la chaqueta, a la altura del corazón, una franja negra-negrísima durante todo el tiempo que duraba el luto. Nunca supe muy bien si esta marca tan visible, más propia de prisiones y campos de concentración, era una muestra de dolor o la señal que advertía públicamente sobre la conducta a seguir por el portador durante el tiempo reservado a la memoria del difunto.
LA MUERTE DE UN MAESTRO.-
Don Francisco Fuentes Bravo, maestro de primera enseñanza del colegio de los Hermanos Maristas, fue ejecutado el 30 de julio de 1936 por un tribunal popular compuesto por militantes del PSOE que rozaban el analfabetismo. La crueldad de este asesinato y el ensañamiento de las torturas inferidas a su cuerpo, semienterrado y aún con vida, muestra uno de los crímenes más crueles de la guerra civil española. Tal vez fue la prueba más fiel del odio y el sectarismo desplegados por la izquierda en La Mina durante los citados diecinueve días. Los únicos motivos encontrados para el final tan trágico de este hombre, muy querido en el pueblo, fue que era presidente de Acción Popular, un partido legal y federado en la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), además de católico de comunión diaria. Estos fueron sus delitos.
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Don
Francisco Fuentes
Bravo,
asesinado por los
socialistas
el 30 de julio de
1936.
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El seguimiento de los últimos días de la vida de don Francisco Fuentes, incluida su muerte, ha sido uno de los trabajos más duros y penosos del Sanedrín. No sólo por los detalles de su cruel asesinato,
que están bien documentados y cuya versión siempre ha circulado por el pueblo con cierta verosimilitud. Lo más difícil de este trabajo ha sido la exhaustiva reconstrucción de los últimos días de la víctima, desde su detención el 18 de julio, hasta su muerte el 30 del mismo mes. Baste decir que tres veces fue rechazado por el Sanedrín este informe, y otras tantas veces fueron entrevistados nuevos testigos y solicitadas nuevas certificaciones que se conservan en nuestros archivos.
La sublevación contra la República o el Alzamiento Nacional, según la nomenclatura de ambos bandos del conflicto, le sorprendió a don Francisco Fuentes Bravo en Sevilla, antes de iniciar un viaje a Valencia,
donde, como cada año, se dirigía para recoger a su sobrino, Rogelio Millán Fuentes, que estudiaba en un colegio para huérfanos de médicos. Cuando llegó a Sevilla se encontró con que los trenes habían suspendido su salida, al estar tomada la ciudad por las tropas del general Queipo de Llano. Don Francisco, que tenía a toda la familia en el pueblo gaditano de San Fernando pasando las vacaciones, decidió volver a La Mina para recoger algunos enseres personales y reunirse con los suyos cuanto antes, en vista de su imposibilidad de viajar a Valencia. Al no poder volver al pueblo por ferrocarril ni por autobús, decidió emprender el camino de vuelta a pie. Así llegó hasta Alcalá del Río.
Su hija Consuelo nos recibe en Mérida, la ciudad extremeña donde vive con una de sus hijas. A los setenta y cuatro años de edad muestra en sus ojos todo el desamparo que supuso para ella una muerte tan cruel como la de su padre. Consuelo ha roto en llanto después de tantos años, y nos pide perdón, cuando somos nosotros los que debemos excusarnos, y así lo hacemos, por esta intromisión en su intimidad. Tras pedirle autorización, que nos ha concedido, hago una señal a Pepe Hinojo para que conecte la grabadora.
El maestro fue conducido directamente a la Casa del Pueblo y sede del PSOE, ubicadas en lo que después fue y sigue siendo Convento de las Hermanas de la Cruz. No hubo intervención del juez ni de ninguna autoridad competente. Desde el primer día de su retención, detención o secuestro, don Francisco fue asistido, en vista de la ausencia de su familia, por una buena mujer que ustedes conocen, Juana García López la Pilonga. Sabiendo que los alimentos que le ofrecían eran insuficientes y de mala calidad, y que el calabozo carecía de las mínimas condiciones de higiene, Juana le llevaba cada día la comida recién hecha y la ropa limpia que necesitaba. La incomunicación impuesta por los socialistas imposibilitó tomar contacto con su familia. Con la Pilonga no se atrevían, porque su carisma y su buen corazón estaban por encima de ideas y de partidos en el pueblo. En más de una ocasión, en vista de su fuerza y virilidad, molió a hostias a más de un sinvergüenza, sin preguntarle si era de derecha o de izquierda.
El 21 de julio de 1936, cuando ya se cumplía el tercer día de su apresamiento, y se hablaba de una inminente toma del pueblo por las tropas nacionales, Juana le propuso al maestro un plan de fuga:
– Don Francisco –dijo en voz baja en un descuido del miliciano que vigilaba la entrega de la comida y la ropa–, debe usted escapar de aquí. Es muy fácil salir por la puerta de atrás durante la madrugada.
Lo llevaré a mi casa y desde allí buscaremos un lugar para esconderlo.
– Yo no he hecho nada, Juana –respondió el maestro convencido de su inocencia–, y nada me pueden hacer. Algunos de los socialistas que están aquí han sido alumnos míos, y saben que nunca hice mal a nadie.
– Dicen que le van a juzgar ellos mismos.
– Pues que me juzguen. A nada me pueden condenar por ser presidente de un partido legal.
– No se fíe, don Francisco. Esta gente es capaz de todo.
–No te preocupes, Juana. Ya verás como no pasa nada.
A escondidas. Sin consultar al alcalde republicano ni ninguna autoridad competente, el comité local del PSOE constituyó un tribunal popular, amparado en la ley de la República. Francisco Fuentes Bravo fue juzgado y condenado a muerte, sin derecho a abogado ni a un juicio mínimamente justo. Lo juzgaron militantes socialistas que rozaban los límites del analfabetismo, y estaban enloquecidos por una insaciable sed de venganza. Al amanecer del 30 de julio de 1936, lo trasladaron a las cercanías del pozo número siete, cercano a unos edificios de ventilación que aún se conservan en perfecto estado. Este complejo minero se encuentra a no más de doscientos metros de la Venta de las Cañas, donde siempre vivió Juana García López.
Antes de que se formara el pelotón de fusilamiento, según consta en las actas del juicio celebrado años más tarde, don Francisco pidió ser asistido por un sacerdote, pero le fue negado. Ya había amanecido plenamente.
Entre improperios y chanzas sobre lo que le esperaba a la derecha por haberse sublevado contra la República, los socialistas constituyeron el piquete de ejecución, mientras Juana observaba desde la ventana de su casa. Ni siquiera habían tenido la entereza –nos contó Juana muchas veces– de mantenerse sobrios para algo tan serio como dar muerte a una persona. Estaban borrachos, borrachísimos, porque no tenían cojones ni valor para ejercer su oficio de asesinos con un mínimo de dignidad. Al menos por respeto a un hombre que iba a perder la vida sin haber hecho nada malo. Sólo enseñar a muchos niños del pueblo a leer y escribir.
Según los testimonios de Juana y tres vecinos más, montaron dos veces el piquete, pero no se tenían de pie. La primera vez ni siquiera dispararon entre risotadas y cánticos. La segunda dispararon, pero no alcanzaron a zonas vitales del condenado para producirle la muerte al instante. A pesar de todo, lo lanzaron como un trapo a una fosa poco profunda que habían cavado en plena borrachera. La cabeza y un brazo quedaron al descubierto. El cuerpo, aún con vida, manifestaba estertores en el brazo.
– Entonces ocurrió lo más cruel –prosiguió Juana, secándose las lágrimas–. Algo que nunca olvidaré mientras viva. Todos los socialistas, los del tribunal y el piquete, fueron pasando dando puntapiés a la cabeza de don Francisco, como si se tratara de un balón de fútbol.
Entre gritos y chistes, cuando la sangre ya cubría a borbotones la cabeza del maestro, le sepultaron del todo, casi a flor de tierra, con una porción del brazo al descubierto, que cubrieron las moscas al momento. Cuando todos se fueron –concluyó Juana– encontré dos garrafas de vino vacías en el edificio de ventilación del pozo siete.
Las guardé en mi casa por si un día pudieran ser útiles como prueba.