No sé por qué, al que oficialmente se denomina barrio del Progreso, se le llama El Cuerno, al menos desde que yo tengo memoria.
Tuve
la suerte de nacer ahí, en el número 3 de la calle Huesca, y de pasar
mi infancia recorriendo sus calles, desde mi casa hasta la plaza dónde
Venancio Navarro tenía, y tiene afortunadamente, su tienda, o hasta la
panadería
de los González, ya en los límites del Balbo, sin olvidar algunas
escapadas a la Gransilla, para meterme, con la ayuda de mis botas
katiusca, en el inmenso charco que allí se formaba en los días de lluvia
intensa.
Los
recuerdos de esa primera etapa de mi vida son muchos y muy diversos, y
todos ellos hacen que me sienta muy feliz cuando vienen a mi memoria.
En
esta ocasión quiero hacer mención de los distintos establecimientos
comerciales que se concentraban en una zona tan reducida, en los que mi
madre hacía las compras, ya que mi familia no podía disfrutar de las
ventajas que otorgaba
el Economato porque mi padre no era empleado de la Compañía.
Apenas
tuve uso de razón, mi madre me mandaba a " hacer los mandaos", y, según
el artículo que necesitara, me mandaba a una tienda uno a otra, siempre
en los límites del barrio.
Cuando
se trataba de alimentación, me indicaba que fuera a la tienda de Julia
Briones, en la plaza del Progreso, al final de la acera izquierda. Muy
cerca, al fondo de la plaza y en alto, estaba la tienda de ropa de
Govantes,
un importante sastre sevillano que tenía en nuestro pueblo una extensa
clientela, en la etapa floreciente de La Mina.
Del establecimiento
de Julia me llamaba poderosamente la atención la barrica redonda
repleta de sardinas arenques y su cuchillo especial, con soporte
metálico, para cortar el bacalao;así como el sistema hidráulico que
utilizaba para vender el aceite a granel, que despachaba
en el recipiente que llevaba cada cliente, normalmente una botella de
cristal.
Cuando
lo que mi madre necesitaba era pan, me mandaba a la panadería de
Rafaela, y yo no tenía más que salir de mi casa y subir la cuesta que
queda a la derecha, y llegaba allí en un periquete. Yo entraba por la
puerta que está
al final de la cuesta. Subía los escalones que daban
a la entrada de la casa, pasaba
al recibidor, y, dejando a la derecha la escalera de acceso a la
vivienda de Rafaela y sus hijos, entraba a la sala que quedaba a la
izquierda, donde estaban la máquina amasadora,
y los hornos en los que se cocía el pan. Nada más entrar, me invadía el
que, para mí es el mejor aroma del mundo, el del pan recién cocido. Yo
me movía entre las mesas en las que fermentaban las masas antes de
hornearlas, con el consentimiento de María, que
me despachaba lo antes posible, y me volvía a mi casa mis panes dentro
de la talega.
Si
mi madre necesitaba chorizo, tenía que ir a comprarlo a la tienda de
las Filguera, en la placita que está enfrente de la plaza del Progreso.
Más de una vez, asistí como espectadora a las matanzas que esta familia
hacía en la
parte trasera de la casa, muy cerquita de la vivienda del veterinario,
D. Antonio. De ellas procedían los sabrosos chorizos y morcillas que
luego vendían a sus clientes.
A
veces, en las tardes frías del invierno de La Mina, la merienda
consistía en una onza de chocolate con pan, que tomaba sentada en la
mesa de camilla, mientras mi madres movía el cisco del brasero. Para
comprar el chocolate iba
siempre a la tienda de los Conde, aunque para ello tuviera que andar un
poco más, dejando a la izquierda la farmacia de D. Diego,y, a la
derecha , la placita del establecimiento de Venancio Navarro. Entraba a
la tienda de los Conde por la primera puerta, la
más cercana a la esquina, y accedía directamente a la parte del
mostrador en la que se despachaban los comestibles. El mostrador se
alargaba a mi izquierda hasta el final de la tienda, donde se
despachaban aperos para el campo, telas y prendas confeccionadas.
No era raro que, cuando iba a la tienda, hubiera alguna bestia atada a
las argollas de la fachada, ya que venían a abastecerse muchas personas
que vivían en los cortijos cercanos.
En
los días calurosos del verano, era obligada la visita a la heladería
que El Valenciano abría a principios de temporada y cerraba al llegar el
otoño; los helados al corte o los napolitanos eran unas de sus
especialidades.
No
me puedo olvidar de la droguería de D. Mariano. Mi madre le otorgaba el
don a este señor de aspecto serio que era el encargado de venderme los
botes de Orión, las pastillas de jabón verde o los rollos de papel del
Elefante
que mi madre me encargaba y que yo le compraba con sólo salir de mi
casa, bajar los escalones que la separaban de la carretera y torcer a la
izquierda.
Me
dejo atrás mis visitas a la farmacia, a a tienda de Encarna Najas , que
estaba cerca del bar de Mora, o a la papelería dónde yo le encargaba a
los Reyes Magos los cuentos de hadas que quería que me trajeran.
Sólo con avivar estos recuerdos me siento feliz y afortunada de haber nacido
en Villanueva Del Río y Minas.
Soledad Saldaña Cruz.
Articulo cedido a Miner@s por el Mundo. Gracias por su colaboración, si quieres colaborar en nuestro blog puede escribirnos a guadalminas@gmail.com.
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