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lunes, 11 de junio de 2018

EL BARRIO DEL CUERNO


No sé por qué, al que oficialmente se denomina barrio del Progreso, se le llama El Cuerno, al menos desde que yo tengo memoria.

Tuve la suerte de nacer ahí, en el número 3 de la calle Huesca, y de pasar mi infancia recorriendo sus calles, desde mi casa hasta la plaza dónde Venancio Navarro tenía, y tiene afortunadamente, su tienda, o hasta la panadería de los González, ya en los límites del Balbo, sin olvidar algunas escapadas a la Gransilla, para meterme, con la ayuda de mis botas katiusca, en el inmenso charco que allí se formaba en los días de lluvia intensa.

Los recuerdos de esa primera etapa de mi vida son muchos y muy diversos, y todos ellos hacen que me sienta muy feliz cuando vienen a mi memoria.

En esta ocasión quiero hacer mención de los distintos establecimientos comerciales que se concentraban en una zona tan reducida, en los que mi madre hacía las compras, ya que mi familia no podía disfrutar de las ventajas que otorgaba el Economato porque mi padre no era empleado de la Compañía.

Apenas tuve uso de razón, mi madre me mandaba a " hacer los mandaos", y, según el artículo que necesitara, me mandaba a una tienda uno a otra, siempre en los límites del barrio.

Cuando se trataba de alimentación, me indicaba que fuera a la tienda de Julia Briones, en la plaza del Progreso, al final de la acera izquierda. Muy cerca, al fondo de la plaza y en alto, estaba la tienda de ropa de Govantes, un importante sastre sevillano que tenía en nuestro pueblo una extensa clientela, en la etapa floreciente de La Mina.

Del  establecimiento  de Julia me llamaba poderosamente la atención la barrica redonda repleta de sardinas arenques y su cuchillo especial, con soporte metálico, para cortar el bacalao;así como el sistema hidráulico que utilizaba para vender el aceite a granel, que despachaba en el recipiente que llevaba cada cliente, normalmente una botella de cristal.

Cuando lo que mi madre necesitaba era pan, me mandaba a la panadería de Rafaela, y yo no tenía más que salir de mi casa y subir la cuesta que queda a la derecha, y llegaba allí en un periquete. Yo entraba por la puerta que está al final de la cuesta. Subía los escalones que daban  a la entrada de la casa,  pasaba al recibidor, y, dejando a la derecha la escalera de acceso a la vivienda de Rafaela y sus hijos, entraba a la sala que quedaba a la izquierda, donde estaban la máquina amasadora, y los hornos en los que se cocía el pan. Nada más entrar, me invadía el que, para mí es el mejor aroma del mundo, el del pan recién cocido. Yo me movía entre las mesas en las que fermentaban las masas antes de hornearlas, con el consentimiento de María, que me despachaba lo antes posible, y me volvía a mi casa mis panes dentro de la talega.

Si mi madre necesitaba chorizo, tenía que ir a comprarlo a la tienda de las Filguera, en la placita que está enfrente de la plaza del Progreso. Más de una vez, asistí como espectadora a las matanzas que esta familia hacía en la parte trasera de la casa, muy cerquita de la vivienda del veterinario, D. Antonio. De ellas procedían los sabrosos chorizos y morcillas que luego vendían a sus clientes.
A veces, en las tardes frías del invierno de La Mina, la merienda consistía en una onza de chocolate con pan, que tomaba sentada en la mesa de camilla, mientras mi madres movía el cisco del brasero. Para comprar el chocolate iba siempre a la tienda de los Conde, aunque para ello tuviera que andar un poco más, dejando a la izquierda la farmacia de D. Diego,y, a la derecha , la placita del establecimiento de Venancio Navarro. Entraba a la tienda de los Conde por la primera puerta, la más cercana a la esquina, y accedía directamente a la parte del mostrador en la que se despachaban los comestibles. El mostrador se alargaba a mi izquierda hasta el final de la tienda, donde se despachaban aperos para el campo, telas y prendas confeccionadas. No era raro que, cuando iba a la tienda, hubiera alguna bestia atada a las argollas de la fachada, ya que venían a abastecerse muchas personas que vivían en los cortijos cercanos.

En los días calurosos del verano, era obligada la visita a la heladería que El Valenciano abría a principios de temporada y cerraba al llegar el otoño; los helados al corte o los napolitanos eran unas de sus especialidades.

No me puedo olvidar de la droguería de D. Mariano. Mi madre le otorgaba el don a este señor de aspecto serio que era el encargado de venderme los botes de Orión, las pastillas de jabón verde o los rollos de papel del Elefante que mi madre me encargaba y que yo le compraba con sólo salir de mi casa, bajar los escalones que la separaban de la carretera y torcer a la izquierda.

Me dejo atrás mis visitas a la farmacia, a a tienda de Encarna Najas , que estaba cerca del bar de Mora, o a la papelería dónde yo le encargaba a los Reyes Magos los cuentos de hadas que quería que me trajeran.

Sólo con avivar estos recuerdos me siento feliz y afortunada de haber nacido  en Villanueva Del Río y Minas.

Soledad Saldaña Cruz.

Articulo cedido a Miner@s por el Mundo. Gracias por su colaboración, si quieres colaborar en nuestro blog puede escribirnos a guadalminas@gmail.com.



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