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miércoles, 28 de mayo de 2014

ÚLTIMO RESUMEN "LA EXPLOSIÓN DE JUNIO DE 1936"


http://minerosporelmundo.blogspot.com.es/2014/05/la-historia-de-la-mina-serapresentada.html

“LA MINA” SERÁ PRESENTADA EN LA FERIA DEL LIBRO DE SEVILLA 

(1 Junio a las 7 de la tarde).

MÁS INFORMACIÓN SOBRE EL LIBRO




RESUMEN CAPITULO "LA MINA"


LA EXPLOSIÓN DE JUNIO DE 1936

El pronunciamiento militar que provocó la guerra civil en España tuvo un triste prólogo en La Mina. El sábado 20 de junio de 1936, a las siete y quince minutos de la tarde y a seiscientos metros de profundidad, en el piso dieciséis del pozo número cinco, murieron diez mineros: los hermanos Rafael y

Vicente Nieto Venegas, Antonio Cruz Fernández, Plácido González Rodríguez, Claudio Rodríguez Martínez, Antonio Hinojo Guirado, Juan Cantero Calero, Rafael Martínez Montero, José González González y Juan José López Molinero. Más dos heridos muy graves: Fructuoso López Díaz y Manuel Peña Vázquez. El causante de tanta muerte y desgracia ya lo conocen: el gas grisú que volvió a aparecer sin piedad como el asesino de otras ocasiones.

En el momento de producirse la explosión se encontraban 450 mineros en el interior de las explotaciones. Todos pudieron morir, pero esta catástrofe pudo evitarse gracias a la heroica actuación de los ingenieros George Juvenal, Manuel Rivera y Gregorio Reina que, con riesgo de su propia vida, desalojaron a los mineros del lugar y con cámaras antigas penetraron en la zona de peligro y evitaron la alta concentración del gas en cul de sac, la causa más peligrosa de explosión, según el manual de seguridad de la minería francesa. El rescate de los diez cuerpos sin vida y de los dos heridos con quemaduras de tercer grado en más del ochenta por cierto del cuerpo, presentaba gran dificultad. Grandes bolsas de grisú se habían concentrado en las galerías afectadas. Esto podría provocar una segunda explosión de dimensiones mayores. Al fin, los tres ingenieros pudieron llegar al final y lograr vías artificiales de ventilación.

Al entierro de los diez mineros, presidido por el último alcalde republicano, Miguel Egea Córdoba, asistieron diez mil personas entre los vecinos del pueblo y los compañeros de trabajo llegados desde Alcolea del Río, Tocina, Lora del Río, Cantillana y Peñaflor. Todos los periódicos de aquel tiempo se hicieron eco de la impresionante manifestación de duelo, en la que destacó la monumental ofrenda floral realizada por Antonio García López Pilongo en su taller de escultura. Era el adiós de todos los compañeros que Pilongo había realizado con cariño, como un minero más, en su papel de artista consagrado.


Mineros muertos en la explosión del 20 de junio de 1936.
(Foto y montaje del diario El liberal (26.6.1936).
Entre las muchas informaciones sobre la explosión destacó el relato del diario El Liberal, publicado el 29 de junio de 1936. En él se entrevistaba a Rafaela Venegas, madre de los fallecidos Rafael y Vicente Nieto Venegas. En la entrevista –un clamor de madre destrozada– esta mujer se lamentaba de haber perdido tres hijos en las minas, pues el primero fue Francisco (Paquito), muerto a la edad de quince años en una explosión de grisú en 1904.

Hay un detalle que tampoco escapó a las informaciones de estos días: el gesto adusto de filas interminables de mineros que, puño en alto y cerrado, saludaban el paso de los féretros. Esta actitud anticipaba una disposición de ánimo que, unos días después, sería determinante en el curso de la guerra civil en nuestro pueblo. Además de esta lucha contra el grisú, en la que siempre pierden los mineros, ahora llegaba la otra batalla de dos bandos políticos enfrentados por un odio que también ha ido concentrándose con la misma capacidad de destrucción que el gas metano o de los pantanos. De ahí que los horrores de la guerra civil en La Mina superen en crueldad a otros pueblos. Ni siquiera había terminado el rito del teñido de las prendas en negro después de las diez muertes… (De los periódicos)

En mi pueblo, después de cada explosión, aquellos cubos de cinc hirviendo por patios y azoteas eran todo una ceremonia. Ellos contenían las pastillas del tinte de la marca Iberia y la ropa de color que se convertiría en el hábito negro de todos los miembros de la familia para
guardar el luto. Eran lutos de larga duración y reclusión obligada para los allegados más cercanos de los mineros muertos: padres, esposas, hijos, hermanos…Todos eran condenados durante años a no pisar el cine o una fiesta; a no frecuentar los bares y sobre todo los bailes, los fabulosos bailes de La Mina que eran media vida para jóvenes y mayores, con aquella exaltación del bolero, el mejor quitapenas, a cargo de la orquesta de Félix Fuentes.

Como si ya no tuvieran suficiente desgracia con la pérdida del ser querido, esta paradoja de los interminables lutos ausentaban de la vida a las familias de los mineros muertos, sin permitirles la frecuentación de estas distracciones para aliviar el dolor de tanta desgracia. Los hombres incluso lucían en la manga izquierda de la chaqueta, a la altura del corazón, una franja negra-negrísima durante todo el tiempo que duraba el luto. Nunca supe muy bien si esta marca tan visible, más propia de prisiones y campos de concentración, era una muestra de dolor o la señal que advertía públicamente sobre la conducta a seguir por el portador durante el tiempo reservado a la memoria del difunto.


LA MUERTE DE UN MAESTRO.-


Don Francisco Fuentes Bravo, maestro de primera enseñanza del colegio de los Hermanos Maristas, fue ejecutado el 30 de julio de 1936 por un tribunal popular compuesto por militantes del PSOE que rozaban el analfabetismo. La crueldad de este asesinato y el ensañamiento de las torturas inferidas a su cuerpo, semienterrado y aún con vida, muestra uno de los crímenes más crueles de la guerra civil española. Tal vez fue la prueba más fiel del odio y el sectarismo desplegados por la izquierda en La Mina durante los citados diecinueve días. Los únicos motivos encontrados para el final tan trágico de este hombre, muy querido en el pueblo, fue que era presidente de Acción Popular, un partido legal y federado en la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), además de católico de comunión diaria. Estos fueron sus delitos.

Don Francisco Fuentes
Bravo, asesinado por los
socialistas el 30 de julio de
1936.

 El seguimiento de los últimos días de la vida de don Francisco Fuentes, incluida su muerte, ha sido uno de los trabajos más duros y penosos del Sanedrín. No sólo por los detalles de su cruel asesinato,
que están bien documentados y cuya versión siempre ha circulado por el pueblo con cierta verosimilitud. Lo más difícil de este trabajo ha sido la exhaustiva reconstrucción de los últimos días de la víctima, desde su detención el 18 de julio, hasta su muerte el 30 del mismo mes. Baste decir que tres veces fue rechazado por el Sanedrín este informe, y otras tantas veces fueron entrevistados nuevos testigos y solicitadas nuevas certificaciones que se conservan en nuestros archivos.

La sublevación contra la República o el Alzamiento Nacional, según la nomenclatura de ambos bandos del conflicto, le sorprendió a don Francisco Fuentes Bravo en Sevilla, antes de iniciar un viaje a Valencia,
donde, como cada año, se dirigía para recoger a su sobrino, Rogelio Millán Fuentes, que estudiaba en un colegio para huérfanos de médicos. Cuando llegó a Sevilla se encontró con que los trenes habían suspendido su salida, al estar tomada la ciudad por las tropas del general Queipo de Llano. Don Francisco, que tenía a toda la familia en el pueblo gaditano de San Fernando pasando las vacaciones, decidió volver a La Mina para recoger algunos enseres personales y reunirse con los suyos cuanto antes, en vista de su imposibilidad de viajar a Valencia. Al no poder volver al pueblo por ferrocarril ni por autobús, decidió emprender el camino de vuelta a pie. Así llegó hasta Alcalá del Río.

Su hija Consuelo nos recibe en Mérida, la ciudad extremeña donde vive con una de sus hijas. A los setenta y cuatro años de edad muestra en sus ojos todo el desamparo que supuso para ella una muerte tan cruel como la de su padre. Consuelo ha roto en llanto después de tantos años, y nos pide perdón, cuando somos nosotros los que debemos excusarnos, y así lo hacemos, por esta intromisión en su intimidad. Tras pedirle autorización, que nos ha concedido, hago una señal a Pepe Hinojo para que conecte la grabadora.

El maestro fue conducido directamente a la Casa del Pueblo y sede del PSOE, ubicadas en lo que después fue y sigue siendo Convento de las Hermanas de la Cruz. No hubo intervención del juez ni de ninguna autoridad competente. Desde el primer día de su retención, detención o secuestro, don Francisco fue asistido, en vista de la ausencia de su familia, por una buena mujer que ustedes conocen, Juana García López la Pilonga. Sabiendo que los alimentos que le ofrecían eran insuficientes y de mala calidad, y que el calabozo carecía de las mínimas condiciones de higiene, Juana le llevaba cada día la comida recién hecha y la ropa limpia que necesitaba. La incomunicación impuesta por los socialistas imposibilitó tomar contacto con su familia. Con la Pilonga no se atrevían, porque su carisma y su buen corazón estaban por encima de ideas y de partidos en el pueblo. En más de una ocasión, en vista de su fuerza y virilidad, molió a hostias a más de un sinvergüenza, sin preguntarle si era de derecha o de izquierda.

El 21 de julio de 1936, cuando ya se cumplía el tercer día de su apresamiento, y se hablaba de una inminente toma del pueblo por las tropas nacionales, Juana le propuso al maestro un plan de fuga:

– Don Francisco –dijo en voz baja en un descuido del miliciano que vigilaba la entrega de la comida y la ropa–, debe usted escapar de aquí. Es muy fácil salir por la puerta de atrás durante la madrugada.

Lo llevaré a mi casa y desde allí buscaremos un lugar para esconderlo.

– Yo no he hecho nada, Juana –respondió el maestro convencido de su inocencia–, y nada me pueden hacer. Algunos de los socialistas que están aquí han sido alumnos míos, y saben que nunca hice mal a nadie.

– Dicen que le van a juzgar ellos mismos.

– Pues que me juzguen. A nada me pueden condenar por ser presidente de un partido legal.

– No se fíe, don Francisco. Esta gente es capaz de todo.

–No te preocupes, Juana. Ya verás como no pasa nada.

A escondidas. Sin consultar al alcalde republicano ni ninguna autoridad competente, el comité local del PSOE constituyó un tribunal popular, amparado en la ley de la República. Francisco Fuentes Bravo fue juzgado y condenado a muerte, sin derecho a abogado ni a un juicio mínimamente justo. Lo juzgaron militantes socialistas que rozaban los límites del analfabetismo, y estaban enloquecidos por una insaciable sed de venganza. Al amanecer del 30 de julio de 1936, lo trasladaron a las cercanías del pozo número siete, cercano a unos edificios de ventilación que aún se conservan en perfecto estado. Este complejo minero se encuentra a no más de doscientos metros de la Venta de las Cañas, donde siempre vivió Juana García López.

Antes de que se formara el pelotón de fusilamiento, según consta en las actas del juicio celebrado años más tarde, don Francisco pidió ser asistido por un sacerdote, pero le fue negado. Ya había amanecido plenamente.

Entre improperios y chanzas sobre lo que le esperaba a la derecha por haberse sublevado contra la República, los socialistas constituyeron el piquete de ejecución, mientras Juana observaba desde la ventana de su casa. Ni siquiera habían tenido la entereza –nos contó Juana muchas veces– de mantenerse sobrios para algo tan serio como dar muerte a una persona. Estaban borrachos, borrachísimos, porque no tenían cojones ni valor para ejercer su oficio de asesinos con un mínimo de dignidad. Al menos por respeto a un hombre que iba a perder la vida sin haber hecho nada malo. Sólo enseñar a muchos niños del pueblo a leer y escribir.

Según los testimonios de Juana y tres vecinos más, montaron dos veces el piquete, pero no se tenían de pie. La primera vez ni siquiera dispararon entre risotadas y cánticos. La segunda dispararon, pero no alcanzaron a zonas vitales del condenado para producirle la muerte al instante. A pesar de todo, lo lanzaron como un trapo a una fosa poco profunda que habían cavado en plena borrachera. La cabeza y un brazo quedaron al descubierto. El cuerpo, aún con vida, manifestaba estertores en el brazo.

– Entonces ocurrió lo más cruel –prosiguió Juana, secándose las lágrimas–. Algo que nunca olvidaré mientras viva. Todos los socialistas, los del tribunal y el piquete, fueron pasando dando puntapiés a la cabeza de don Francisco, como si se tratara de un balón de fútbol.

Entre gritos y chistes, cuando la sangre ya cubría a borbotones la cabeza del maestro, le sepultaron del todo, casi a flor de tierra, con una porción del brazo al descubierto, que cubrieron las moscas al momento. Cuando todos se fueron –concluyó Juana– encontré dos garrafas de vino vacías en el edificio de ventilación del pozo siete.

Las guardé en mi casa por si un día pudieran ser útiles como prueba.

lunes, 26 de mayo de 2014

CAPITULO XIII LA MINA, PLAN ESPECIAL DE CONQUISTA


“LA MINA” SERÁ PRESENTADA EN LA FERIA DEL LIBRO DE SEVILLA 

(1 Junio a las 7 de la tarde).

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RESUMEN CAPITULO XIII "LA MINA"


PLAN ESPECIAL DE CONQUISTA


El 7 de agosto de 1936, La Mina fue tomada y saqueada por las llamadas tropas nacionales. Antes de poner orden en el caos en que se encontraba el pueblo, la primera preocupación de las autoridades militares, y sobre todo de las secciones falangistas que acompañaban a las unidades del ejército, fue interesarse por los nombres de los afiliados a partidos de izquierda y de las personas simpatizantes o afines a la República.

Entre los días siete y diez de agosto, se calcula que huyeron del pueblo alrededor de cuatrocientos hombres y cincuenta y cuatro mujeres con sus hijos. Algunos eran culpables de delitos, pero la mayoría lo hicieron por el miedo que había cundido entre la población. Un miedo después justificado por el comportamiento de la Falange y el ejército.La huída era a través del campo y por la noche, ya que la estación del ferrocarril y los caminos de acceso y salida estaban vigilados por escuadras falangistas y grupos militares. El terror se extendió en el vecindario como la pólvora que lo provocaba. Algunos izquierdistas que permanecieron en el pueblo fueron fusilados en la misma puerta de sus casas como primeras medidas de escarmiento, según señalaban las órdenes del general Queipo de Llano llegadas desde Sevilla.

El procedimiento, según la opinión de los testigos y los documentos que hoy pueden consultarse en los archivos, consistía en confeccionar las listas de los militantes de partidos de izquierda. El fusilamiento era inmediato para aquellos que se habían distinguido por delitos de sangre o en la organización de las milicias populares. En caso de duda sobre la 259 militancia o los cargos que habían de facilitarse a la capitanía general, se consultaba telegráficamente a Sevilla, y Queipo de Llano decidía personalmente su suerte. Al menos en La Mina, se sabe que a ninguno de los casos dudosos consultados se les concedió clemencia u otra pena que no fuera la muerte. La mayoría de los fusilamientos, en una ejecución sumaria y sin piedad, tuvieron lugar en las tapias del cementerio. Pero otros fueron asesinados mientras huían, como si se tratara de conejos o liebres. Por su cercanía a Sierra Morena, nuestro pueblo era un vivero de buenas escopetas. Algunas de ellas se pusieron al servicio de uno u otro bando de la guerra, según las circunstancias personales o los méritos a demostrar ante el bando correspondiente, con tal de salvar la propia vida o la de un familiar.

Las personas fusiladas por el ejército y la Falange se calcula que fueron el doble de los ejecutados por los socialistas (los comunistas eran muy pocos en el pueblo y con escasa capacidad de decisión).No obstante, conviene tener en cuenta que el número de muertos de uno y otro bando no es determinante del grado de violencia. Ambos lados destilaban la misma locura de venganza. Ocurre que la izquierda radical tuvo muy pocos días para sus ejecuciones sumarias, mientras que el ejército de Franco y la Falange dispusieron de más tiempo para la labor de exterminio durante su largo mandato.

   El país entero se llenó de escombros y viudas.

A La Mina se le había aplicado un plan especial de conquista por parte de la capitanía general, al tratarse de un foco minero que puede presentar mayor resistencia, dada la rebeldía de estos obreros y su disponibilidad de explosivos (dinamita) de uso en la minería, según se dice en una información reservada del Servicio de Información Militar (SIM) de la época. Esta precaución resultó infundada, porque la población apenas opuso resistencia. Más bien ocurrió lo contrario: la participación en un colaboracionismo cobarde acabó con el buen nombre de algunas personas de las que no se esperaba este comportamiento. Posiblemente se debía a que las tropas nacionales crearon una atmósfera de inseguridad por el terror. Cualquiera podía ser acusado sin culpa. Sólo por venganzas personales. Esto provocaba un desarme moral propicio a la delación y al entreguismo más infame, con tal de salvar la vida. Fue el miedo, el sentimiento del terror en su expresión colectiva, el que doblegó los límites de la dignidad humana hasta llegar a los instintos más primarios y salvajes ante la cercanía de la propia muerte o la del padre y el hijo denunciados. El mayor daño de la guerra civil española no estuvo en las muchas personas que perdieron la vida, sino en los que la conservaron a costa de la perversión de los valores morales que anidó como un cáncer en muchos supervivientes.

Una persona que presenció conversaciones telefónicas de Queipo de Llano con los jefes militares que tomaron el pueblo, señala la insistencia del general en que los fusilamientos fueran inmediatos, en gran número y con publicidad, para que sirvieran de ejemplo a los vecinos. Estas normas las daba Queipo en una rueda de comunicaciones que hacía cada día con los núcleos más importantes de población. Acostumbraba a celebrarla por circuito cerrado al final de su arenga que todas las noches emitía desde la emisora EAJ 5 (hoy SER) de la capital andaluza. En estas intervenciones Queipo de Llano comentaba las falsas o exageradas victorias del ejército de Franco, en una anticipación de lo que hoy se conoce como guerra psicológica. Nadie diría que este general de Valladolid, de perfiles tan duros y responsable de tantas muertes en el Sur, era la misma persona que, como futuro gobernador militar republicano de Madrid, salió al balcón del Café Colonial el 14 de abril de 1931 y pronunció un exaltado discurso a favor de la República y contra la Monarquía que hemos vencido en este día de orgullo para todos los españoles de buena fe. Fueron las palabras de este militar que durante la guerra
ordenó la muerte de tantos correligionarios suyos, precisamente por ser republicanos. Es lógico que Franco nunca se fiara de él.

La fuerza de los hechos que alimentan a esa madre y maestra que es la Historia demuestra que la guerra civil española tuvo su origen en una orgía de sangre donde el crimen y el odio tuvieron su representación más salvaje. Después, al cabo de los años, es verdad que los beneficiados de este enfrentamiento, donde el perdón nunca tuvo su asiento, se extendieron como una plaga en todo el territorio español. Ya integrados en el Movimiento Nacional, impusieron una paz basada en el silencio y la sumisión, tras unos años de hambre y estraperlo. Incluso más tarde consiguieron hacer feliz a una sociedad muda y sorda que se fue de excursión en un pequeño coche utilitario, el seíta; un eficaz instrumento para el olvido de aquella dictadura que para otros se hacía interminable.Es cierto que el citado Movimiento Nacional creó la Seguridad Social, las becas-salario, las magníficas universidades laborales. Es cierto que ningún régimen político posterior ha igualado al franquismo en la construcción de viviendas sociales para aquellos que vivían en chozas o casas en ruina. Es cierto que en los años del desarrollismo, gracias a algunas cabezas pensantes del Opus Dei y al saldo favorable de tantas divisas procedentes de miles de emigrantes, se consiguió un bienestar social ya lejos de la hambruna de los años cuarenta. Pero no es menos cierto que la guerra civil y la larga dictadura estigmatizaron el carácter de muchos españoles con un miserable legado muy difícil de erradicar en el futuro. Una vez más, los apuntes que mi padre dejó sobre lo que ocurría en La Mina y en aquella España difícil y energúmena son una llamada de atención en la crónica de aquel tiempo, cuando escribe:

La guerra civil fue el prólogo de un largo período de escasez que dejó a España esquilmada no sólo materialmente, sino con una merma lamentable de los valores sociales y políticos. La Mina, el país entero, se llenó de escombros y viudas.Un sentimiento de desamparo precedió y fue denominador común de la larga dictadura. Tal vez al paso del tiempo, cuando se puedan evaluar con más tranquilidad los efectos devastadores de esta guerra, el resultado más negativo no será el de las cuantiosas pérdidas materiales, y ni siquiera la suma, todavía desconocida, de tantas personas que perdieron la vida en un holocausto sin sentido.

El tiempo convencerá a las futuras generaciones de que el mayor daño de esta guerra estuvo en el proceso de descomposición que ha sufrido la conciencia colectiva del pueblo español; en la pérdida de nuestra identidad europea que tanto defendió la República; y en la forma tan desgraciada en que hemos mostrado al mundo civilizado nuestros instintos más bajos, repitiendo nuestro comportamiento de la conquista americana que Bartolomé de las Casas ya contó con detalle.Este cambio de mentalidad es posible que haga interminable la dictadura militar impuesta por el bando victorioso del conflicto.

No fue fácil para nosotros plantear de una manera imparcial y serena los acontecimientos de la guerra civil en un pueblo como el nuestro, con un fuero especial para la represión dictado por los vencedores. En La Mina abundaron los crímenes y las persecuciones para satisfacer venganzas personales. A veces corrió la sangre en asesinatos premeditados que hoy repugnan por su refinamiento. Todos estos crímenes tuvimos la paciencia y el horror de documentarlos. Pero narrarlos aquí, cuando ya empieza a escasear el espacio para esta historia, sería un empecinamiento obsesivo con la barbarie.

Al estudiar con detenimiento los atropellos que se cometieron, sorprende cómo acciones de gran bajeza humana se interpretaban como heroicidades en uno y otro bando. Al principio de la guerra, una persecución de monjas en Málaga o el despojo de la sotana a un sacerdote en la vía pública de un pueblo de Jaén, eran motivo de celebración festiva en el bar de Pepiyo, en el barrio de Las Cuevas. En el bando contrario, la paliza en el cuartel de la guardia civil a un izquierdista que había sido sorprendido pegando carteles de la FAI, servía de jolgorio en el selecto casino de La Amistad, frecuentado por las fuerzas vivas del pueblo y los ingenieros de las minas. Al construir el relato de los hechos, no era el contraste de las ideas políticas lo que nos llamaba la atención, sino la celebración del mal ajeno convertido en un odio gratuito y sin sentido.

Autor Antonio Guerra Gil.

"LA MINA" estará en todas las librerías a partir del 20 de Junio.

Petición de Libros a la editorial Siarum Editores C/ Santa Angela de la Cruz nº16 Utrera (Sevilla). Tlf: 669872872.

*Todos los resúmenes están realizados por su autor, publicando en el blog todo lo que el nos envía para este fin.

martes, 20 de mayo de 2014

RESUMEN "LA MUERTE DE SERAFÍN RODRÍGUEZ ¿UN ASESINATO?"



“LA MINA” SERÁ PRESENTADA EN LA FERIA DEL LIBRO DE SEVILLA (1 Junio a las 7 de la tarde).

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RESUMEN CAPITULO XV LIBRO "LA MINA"



LA MUERTE DE SERAFÍN RODRÍGUEZ ¿UN ASESINATO?
  

Serafín Rodríguez González, un joven de veintidós años que cumplía el servicio militar en el Cuartel de San Roque (Cádiz), pasaba un mes de permiso en La Mina. El 1 de julio de 1950, decidió pasar el día con su abuela, que vivía en el cercano pueblo de Tocina. Serafín siempre había estado muy unido a ella desde que su familia se trasladó a estas minas en busca de trabajo, procedente de Serón (Almería), como otros emigrantes.

Aquel día se levantó muy temprano para coger de su huerto un canasto de higos chumbos, la fruta predilecta de su abuela. Lavó y barrió los higos para retirar las espinas, se duchó, tomó el desayuno y emprendió la marcha hacia Tocina. Se mostraba contento por la alegría que sentía ante la visita a su abuela por la que sentía adoración.

Al llegar a las cercanías de La Lantiscosa, en el paraje donde el río Hueznar es atravesado por un puente, Serafín se encontró con una pareja de la guardia civil compuesta por un número del Cuerpo y el sargento Miguel Caballero. Éste se dirigió a él y le preguntó de donde venía y qué llevaba en el canasto. Serafín respondió a las dos preguntas. Pero el sargento Caballero insistió en que los higos eran robados, lo que el joven negó. Entonces el comandante de puesto quiso hacerse por la fuerza con la mercancía, y ante la resistencia de Serafín lo golpeó con dureza hasta hacerlo rodar por el suelo, donde le asestó varias patadas en el costado y en el rostro. Ante los intentos que hizo el agredido para levantarse, Caballero ordenó al guardia civil que lo acompañaba que disparara a matar, orden que el agente no obedeció. 
Inmediatamente,Miguel Caballero montó el subfusil y disparó tres veces sobre el cuerpo del joven. Un tiro le atravesó la cabeza y dos impactaron en el pecho, alcanzando el corazón y los pulmones. Las heridas fueron mortales. Eran las once en punto de la mañana.
Serafín Rodríguez González, muerto por
la guardia civil.
Tres personas de la hacienda de La Lantiscosa, dos hombres y una mujer, fueron testigos de la discusión. Cuando oyeron los tiros se acercaron hasta el lugar de los hechos. El sargento cogió la cartera del bolsillo del cadáver y comprobó que se trataba de un soldado. Junto a la documentación también encontró una fotografía de Serafín con un compañero del Regimiento de Pavía, donde cumplía el servicio militar, y con el capitán de su Compañía. En aquel momento, delante de los testigos, Miguel Caballero se desgarró él mismo los botones del uniforme.

Al percatarse de la cercanía de las personas que habían bajado al ruido de los disparos, los encañonó con el mismo fusil ordenándoles que se marcharan.

Los testigos que firmaron y figuran en el acta de defunción, Antonio Pera Saldaña y Antonio Rodríguez, eran falsos. Se trataba de dos miembros de la policía municipal que fueron obligados a firmar una versión amañada de lo ocurrido dictada por la guardia civil.

Estos policías locales difícilmente pudieron estar presentes en el lugar de los hechos, como se decía en el atestado, porque a esa hora, once de la mañana, estaban prestando servicio en el centro urbano del pueblo, justamente en las cercanías del mercado central, como pudo comprobarse por una orden de servicio rescatada del archivo de la policía.

Todo ocurrió muy deprisa, incluida la presencia de don León Rodríguez, uno de los médicos del pueblo y conocido colaborador de la guardia civil, quien certificó la muerte por hemorragia interna y grandes traumatismos producidos por arma de fuego. Pero no indicó el número de impactos ni las circunstancias en que se produjeron estas lesiones mortales. Por otra parte, era imposible que las diligencias fueran instruidas el mismo día por el teniente juez instructor de la 138 Comandancia de la guardia civil, como se dice en la comunicación del juzgado del pueblo, puesto que este juez llegó al pueblo varios días después de la muerte de Serafín, cuando el cadáver ya había sido recogido por los agentes. Además: ¿Por qué la instrucción corrió a cargo de un juez militar, y no de don Ramón Márquez Banqueri, que ocupaba la plaza de juez comarcal en el pueblo?

A la familia de Serafín Rodríguez González, conocida en La Mina por el apodo de Los Manchegos, ni siquiera se le permitió, al principio, ver el cadáver, siendo éste trasladado al cementerio por varios guardias civiles. Aquella misma tarde fueron llamados al cuartel de la guardia civil los tres testigos que presenciaron el asesinato.

A todos se les advirtió que en ningún momento debían de confesar ante nadie lo que habían visto aquella mañana, salvo que se arriesgaran a sufrir las consecuencias, según palabras de Miguel Caballero, comandante de puesto en La Mina. La amenaza sirvió esta vez de poco. Porque la indignación del pueblo era tan grande (aunque sufrida en el soterrado silencio del miedo) que los testigos no ahorraron detalles al contarnos la muerte de Serafín, tan querido en el barrio de Las Cuevas.

Autor Antonio Guerra Gil.

"LA MINA" estará en todas las librerías a partir del 20 de Junio.

Petición de Libros a la editorial Siarum Editores C/ Santa Angela de la Cruz nº16 Utrera (Sevilla). Tlf: 669872872. Sin Gastos de envío.